Es increíble como soy capaz de encerrarme en el baño a llorar mares de desolados disgustos y fracasos, ver caer mi llanto cómo un charco de desconcierto, señalar las paredes gustosas que ríen y se mezclan con el suelo frio y agobiante.
Como mis manos se trasforman en lazos endebles, que tiemblan y desgarran la angustia y la aumentan casi en un estado de hipocondriaca insensatez
Como puedo arrastrar mis pies por el suelo pensando en que ser atropellado por una tumba de ojos domados es la opción más sana, factible, hermosa y celestial.
Querer morir ahogada en la sangre que tu alma desprende como borbotones vivos de dolencias.
Ver cómo en los ojos ya no hay consuelo ni color que les de vida (ni amaneceres ni nieblas amarillas en proa a la nada), tan sólo lagrimas que se cuelan en el borde y caen suicidas por el abismo de las mejillas rojas y desconsoladas.
Es increíble como puedo dejar que mi alma vomite cada retazo de vida que le queda y lo empuje hasta sentir que no hay nada más vivo, nada capaz de sentir (direcciones reconstruidas por una memoria indócil)
Hundirse en el suelo hasta llegar al fondo del hoyo más agudo y oscuro que nunca haya sido capaz de enfrentar.
Y al final dejar que el recelo fantasioso actúe como ungüento de heridas que abrieron el suelo y dejaron de lado toda posibilidad de acceder a la elocuencia.
Y ver, cómo después de haberte desgarrado el alma y los pensamientos, puedes ser capaz de levantarte, secar cada lagrimas con las misma manos que quisiste usar para abrir tu pecho y dejar que el llanto se fundiera en el piso, tapar los aullidos y los absurdos. Y salir, como mi amigo Mario me enseñó, jodida y radiante para de nuevo, seguir caminando.
Owari.
Benedetti, me salvaste la vida (again)